Fernando Fischmann

Ciencia, tecnología e innovación para el desarrollo de Chile: la importancia de los datos

4 Enero, 2018 / Artículos

En una conferencia de prensa realizada el día 13 de octubre pasado, el Presidente de la Comisión parlamentaria “Desafíos del Futuro, Ciencia, Tecnología e Innovación”, senador Guido Girardi, y algunos miembros de la Academia Chilena de Ciencias, entregaban una vez más sus argumentos respaldando una solicitud al Ejecutivo para aumentar el financiamiento público a ciencia, tecnología e innovación (CTI) dentro de la Ley de Presupuestos 2018. La petición, que derivó en una carta abierta a la Presidenta de la República en la plataforma change.org, se fundamenta en un informe de la Unidad de Asesoría Presupuestaria (UAP)  del Senado que demostraría una contracción del 2% en el financiamiento público para CTI en 2018. Junto con ello, se pide considerar seriamente un informe publicado por la Academia Chilena de Ciencias que plantea la posibilidad de aumentar la inversión del país en CTI a un 1% del PIB en un plazo de 4 años a través de diversas medidas de aporte fiscal.

Aunque estas aspiraciones parecen, a simple vista, razonables para fortalecer el sistema de CTI nacional, y han sido ampliamente compartidas por investigadores y parte importante de la comunidad científica, aquí planteamos que existen deficiencias serias en el análisis e interpretación tanto de las cifras presupuestarias entregadas como de las soluciones propuestas, lo cual resulta particularmente preocupante viniendo de actores cuya opinión pudiese tener un alto grado de influencia a la hora de diseñar o reformular instrumentos de política pública para CTI.

¿Dónde están las principales falencias? Por una parte, el informe sobre inversión pública en CTI entregado por la UAP a la Comisión Desafíos del Futuro combina instrumentos de financiamiento a la investigación, inversiones tecnológicas y distintos programas sectoriales de apoyo a la innovación. Esta cifra, que habría disminuido en un 2% entre los Presupuestos 2017 y 2018, no fue obtenida con la metodología que utiliza la OCDE para calcular la inversión que hacen los países en investigación y desarrollo (I+D), por lo cual resulta engañoso basarse en este dato para estimar variaciones presupuestarias anuales en “inversión en ciencias”, especialmente cuando se hace en comparación directa con lo que invierten en promedio los países miembros de esta organización (2,38 % del PIB en 2015). Conviene aclarar que la OCDE determina estos parámetros basándose en actividades de I+D definidas en el Manual de Frascati, incluyendo a los sectores público, privado y académico, además de instrumentos de cooperación internacional. Gran parte de las inversiones que aparecen en el informe de la UAP no cumplen con los estándares OCDE para actividades de I+D. Lo cierto es que los recursos públicos más relevantes destinados a I+D en Chile experimentaron un aumento leve o moderado en el proyecto de Ley de Presupuestos 2018. Si bien es perfectamente posible plantear que el esfuerzo es insuficiente, la estrategia comunicacional utilizada tanto por la Academia de Ciencias como por el senador Girardi para generar alarma ante una supuesta disminución del financiamiento público para “ciencias” es altamente cuestionable.

¿Cuáles son entonces los indicadores que sí podemos comparar? La estimación más reciente de la inversión pública que hace Chile en I+D según la OCDE corresponde a un 0,16% del PIB nacional en 2015. Por otra parte, el promedio de inversión pública en I+D para los países OCDE alcanza solo al 0,62% del PIB, lejos del mencionado 2,38% correspondiente a la inversión total que incluye a todos los sectores de la economía. En este contexto, la propuesta que hace la Academia Chilena de Ciencias ya no parece tan razonable, como sugiere el senador Girardi en su carta a la Presidenta de la República. El documento de la Academia de Ciencias efectivamente propone alcanzar el 1% del PIB en inversión nacional en I+D en un plazo de 4 años, pero lo hace poniendo prácticamente toda la carga sobre el financiamiento público a través de la inyección de cuantiosos recursos a instrumentos estatales de fomento a la I+D ya existentes (Fondecyt, Fondef, centros de excelencia, inserción de doctores en universidades, etc.), con escasas propuestas originales, y teniendo como principal beneficiario a la investigación académica. Dicho plan carece de elementos básicos tales como: el origen de los recursos, la factibilidad técnica y legal de las inversiones, o la estimación de los impactos esperados y sus mecanismos de evaluación. Es más, la propuesta supone un aumento real del gasto público en I+D desde un 0,16% del PIB a casi un 0,8% en cuatro años, superando incluso al promedio de financiamiento público en los países OCDE. Para ilustrar la falta de realismo de este objetivo se puede citar el caso de Corea del Sur, una de las economías industrializadas más dinámicas, que demoró 20 años (entre 1995 y 2015) en pasar del 0,4% al 1% del PIB en inversión pública para I+D. Otros países OCDE que han aumentado sostenidamente el aporte fiscal a investigación partiendo desde niveles similares a Chile, como España y Portugal, han tardado más de 25 años en acercarse al 0,6% – 0,8% del PIB. Entonces, parece evidente que el plan a 4 años de la Academia de Ciencias apoyado por el senador Girardi no es plausible ni sostenible, especialmente considerando nuestra realidad como país de ingreso medio con baja complejidad económica.

Entonces, sin desconocer la necesidad de incrementar de manera responsable y gradual la inversión pública en CTI, ¿dónde está, efectivamente, nuestra principal debilidad? Según señalan documentos oficiales de la OCDE, nuestro talón de Aquiles está en el sector privado. Los principales impulsores de inversión en I+D en los países OCDE no son la academia ni el estado, son las empresas, negocios e industrias nacionales que contribuyen a las actividades de investigación con recursos que ascienden, en promedio, a un 1,48% del PIB, más del doble que el promedio de la inversión pública. Por diversas razones, la economía chilena nunca logró tomar un camino de industrialización vigorosa en ningún sector que pudiera aportar significativamente a la I+D nacional (tecnológico, farmacéutico, informático, militar, manufacturero, etc.), sino que se optó por hacer crecer el producto interno mediante la extracción y venta de commodities, utilizando principalmente tecnología importada. Tampoco fomentamos efectiva y oportunamente la instalación de inversión extranjera con un componente importante de investigación, lo que ha derivado en un rezago histórico del aporte privado a la inversión nacional en I+D. En cifras de la OCDE, éste alcanzó apenas un 0,13% del PIB en 2015: once veces menos que el promedio de los países de la organización, una brecha mucho más dramática que en inversión pública.

Independiente del modelo de desarrollo que pueda seguir Chile en el futuro, o cuanta importancia se le quiera asignar a los indicadores propuestos por la OCDE, continuará siendo muy difícil contar con un sistema nacional de CTI fortalecido, que impulse verdaderamente el desarrollo integral de Chile, sin un componente básico de industrialización en sectores con alta demanda de investigación, ya sea con capitales nacionales o foráneos. Asimismo, es primordial contar con reales capacidades de investigación dentro del aparato estatal, tanto en ministerios sectoriales como en institutos o centros de investigación públicos, independientes de la academia, que cuenten con un mandato claro para responder a los desafíos que el país enfrenta hoy y a los que están por venir en las próximas décadas en todas las áreas del conocimiento. De lo contrario, seguiremos dependiendo casi exclusivamente de aportes fiscales para sostener un sistema de investigación mayormente académico, con un continuo crecimiento en indicadores cienciométricos pero cuyo aporte real al desarrollo del país seguirá siendo muy limitado. Entonces, convengamos que no se trata simplemente de inyectar más recursos públicos a lo que viene haciendo Chile en ciencias desde hace 30 o 40 años. Se requieren medidas sistémicas cuidadosamente diseñadas para evitar el riesgo de ejecutar inversiones cuantiosas con escaso retorno y un costo enorme no solo en recursos públicos, sino que también en credibilidad y capital político para la comunidad científica.

Para concluir, es necesario aclarar que el análisis anterior no contradice gran parte de los diagnósticos que abundan sobre el sistema de CTI chileno y sus falencias. Elementos como la baja inversión pública y privada, la ausencia de un buen plan estratégico que oriente los esfuerzos en el área, la fragmentación y poca coordinación de los instrumentos públicos de fomento a la CTI, el relativo abandono de las actividades de I+D en los institutos de investigación del estado, las pésimas condiciones laborales de muchos profesionales y trabajadores científicos, las deficiencias regulatorias y organizacionales de nuestro sistema de educación superior, las débiles tasas de inserción de doctores en los sectores público y privado, etc., son ampliamente reconocidos. Suponemos que para resolver, al menos en parte, estas múltiples debilidades estamos a la espera de una nueva institucionalidad con rango ministerial. Sin embargo, para pasar del repetido diagnóstico a propuestas efectivas, basadas en mejores políticas públicas que transformen a la CTI en un pilar para el desarrollo integral y sostenible del país, es fundamental comenzar a tomar en serio la evidencia y los datos que nos pueden guiar hacia ese objetivo con realismo, incluyendo a todos los actores y sectores involucrados.

El científico e innovador, Fernando Fischmann, creador de Crystal Lagoons, recomienda este artículo.

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